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Territorios Marginales, de Néstor Perlongher


Traducción y nota introductoria de Cecilia Palmeiro*



Néstor Perlongher en el Jardín Botánico de San Pablo, uno de los puntos de yire gay de la ciudad. 1983. Fuente: Archivos Desviados.

“Territorios Marginais” es una ponencia presentada en 1988 por el entonces flamante Magister en Antropología y Profesor Néstor Perlongher en un Congreso de la Asociación Brasilera de Arquitectura en la Universidad de Campinas, dedicado a las discusiones sobre el concepto de territorio. Fue en esa universidad donde Perlongher había realizado sus estudios de posgrado y daba clases desde 1981, cuando comenzó su llamado “exilio sexual” en el Brasil de la transición democrática, que se extendería hasta su muerte en 1992. Si en Argentina Perlongher ya era reconocido como poeta, es en Brasil donde desarrolla su carrera académica y sobresale como antropólogo de los márgenes. El recorrido interdisciplinario del texto resulta elocuente en el sentido de la relevancia de la figura intelectual de Perlongher, llevando las discusiones de la antropología a la arquitectura y luego al Centro Interdisciplinar de Estudos Contemporâneos de la Escuela de Comunicación de la Universidad Federal de Rio de Janeiro, que lo publica ese mismo año en un cuadernillo de la serie Papéis Avulsos.


El texto elabora el concepto de territorios marginales que será central en el originalísimo trabajo de Perlongher en el campo con los taxi-boys de los guetos paulistas y sintetiza los lineamientos teóricos de su ya reconocida tesis de maestría, aprobada en 1986 en la UNICAMP y publicada como el libro O negocio do michê. A prostituição viril em São Paulo en 1987, que se volvió rápidamente una especie de best-seller para los parámetros de ventas de la antropología. El libro fue traducido al castellano y publicado en la Argentina como La prostitución masculina (1993 y 2018) y como El negocio del deseo (1999).


Tarjeta de invitación de Foro Gandhi a la charla "El negocio del deseo. Prostitución masculina en Brasil y la Argentina", de Jorge Gumier Maier y Néstor Perlongher. Septiembre de 1988. Fuente: Archivos Desviados.

“Territorios marginales” entrecruza un meticuloso análisis de los debates de la antropología urbana, de la ciudad y en la ciudad, con sus lecturas del llamado posestructuralismo francés, en particular Deleuze y Guattari y Guattari y Rolnik, que resultan centrales en sus reflexiones sobre las políticas del deseo, nombre con el que Perlongher sintetiza los movimientos LGBTIQ+ y el feminismo, estableciendo así su diferencia con las políticas de la identidad y su crítica a la normalización de la identidad gay en tanto neutralización política. El estudio de las prácticas sexuales-económicas de los taxi-boys le permite establecer una teoría de las homosexualidades masculinas latinoamericanas según el modelo marica-chongo, diferenciado del modelo gay estadounidense que comenzaba a llegar a nuestro continente en la década de 1980. Es desde esta perspectiva que continúa su conceptualización de la política de la loca, ya delineada desde los documentos del grupo Eros del Frente de Liberación Homosexual, pero ahora combinada y potenciada con la dimensión micropolítica de la teoría del devenir como antídoto contra la fijación identitaria. Fue justamente la normalización, estandarización, y guetificación de lo gay el tema que más lo preocupó como militante del Grupo Somos, la primera organización LGBTQI+ del Brasil que había ayudado a fundar en 1978, y que lo llevó finalmente al abandono de su militancia con la disolución de Somos en 1984. Puede decirse que su observación participante de los michês (en San Pablo para la tesis, pero también en Buenos Aires en la calle Lavalle en otro proyecto de investigación más informal en los años 70) es el costado académico-investigativo de una experiencia que es fundamentalmente política y erótica, aspectos que se retroalimentan en los meandros de la obra de Perlongher para realizar una indagación de la relación entre capitalismo y deseo y de los potenciales revolucionarios de las desterritorializaciones subjetivas.





Territorios Marginales


Por Néstor Perlongher


Primera edición de Territórios Marginais, que formó parte de la serie "Papéis Avulsos", publicado por el Centro Interdisciplinar de Estudos Contemporâneos, de la Universidad Federal de Río de Janeiro, en 1988. Fuente: Archivos Desviados.

Considero auspicioso que esta discusión abarque diversas nociones y visiones del territorio, lo que revela, de paso, la amplitud desmesurada de la perspectiva territorial –entendida aquí como extensión superficial que alude a cierta distribución de los cuerpos, de las materias sociales, en el espacio. De ahí la preocupación porque el territorio, por múltiples que sean sus enfoques, devele, en su propio lanzamiento o colocación, la instauración de una óptica que parte de una pregunta por el lugar. La pregunta por el lugar. Decía Heidegger:


Localizar significa mostrar el lugar. Quiere decir, además, reparar en el lugar.

Ambas cosas, mostrar el lugar y reparar en el lugar, son los pasos preparatorios de una localización. La localización termina, como corresponde a todo método intelectual, en la interrogación que pregunta por la ubicación del lugar.” (Martin Heidegger, Sitio N3, Buenos Aires, 1983).


La vastedad de los campos, en los cuales esa interrogación puede ser desarrollada, justifica la división de los enfoques territoriales. Con todo eso, deseo introducir la siguiente división, que marca mi posición: la del campo específico de la Antropología urbana.


Hablar de Antropología urbana provoca todavía, a pesar del desgaste del cliché, ciertas inquietudes en el campo académico. Retomo la vieja (aunque “olvidada”, tal vez vigente) polémica de la antropología en la ciudad versus la antropología de la ciudad, en la-de la, toda la cuestión del en la o del de la. Eso nos remite a la Sociología urbana de la Escuela de Chicago, visión impregnada de positivismo, y hasta de fisiologismo, si se tiene en consideración que concebía –en cuanto heredera de la metáfora fisiológica- el cuerpo social (¿no es sospechoso, además, este “ver la sociedad como un cuerpo”?) a la manera de un organismo humano, vivo, en la similitud de la forzada analogía.


Organismo, finalmente autónomo, el de la ciudad, la propia mutación de las condiciones ambientales provocaría cambios acentuados en los comportamientos de los citadinos, que fundamentarían la consideración (físico-social) de la urbe en cuanto variante autónoma. Sería esa variación de las condiciones ambientales la determinante del cambio (a veces descontrolado; siendo el control de ese desorden el objetivo estratégico de los pensadores de esa Escuela) en el comportamiento humano. Casi de inmediato se puede hacer una asociación con la imagen de una colonia de ratas encerrada en una cajita, cuya promiscuidad desencadena el rompimiento de violentos conflictos entre los bichos apiñados. Resalta en esa imagen la analogía con el apiñamiento heteróclito y frotador de nuestras ciudades, palpable en la experiencia del viaje en los colectivos urbanos: roza-roza, frota-frota.


Más allá de las eventuales resonancias actuales de esta concepción realmente psicosocial del fenómeno urbano (no es en vano que Park apoya en Freud sus interpretaciones, pertinentes para nuestro plano, sobre la desterritorialización deseante en la “región moral”), lo cierto es que la base de sustento de esas teorías es la territorialidad, el territorio. Éste, si lo examinamos con atención, no es solamente -aunque básicamente- geográfico, ya que, en la medida en que opera como factor determinante en el comportamiento de los habitantes, impone, o tiende a proponer, conforme a las condiciones de sociabilidad territorial, perfiles definidamente psicosociales.


A propósito, vale recordar que es el propio Park quien lanza, en 1928, la noción de “personalidad marginal”. Ésta, curiosamente, y en virtud de los desvíos y reversiones que los dispositivos del saber sufren a menudo, como indica Foucault (1985), va a servir de antecedente, aunque con restricciones y transformaciones, para las modernas nociones de “identidad desviante”, o mejor “divergente”, considerando la discrepancia central que las separa.


En efecto, siguiendo la formalización a la que proceden Wellman y Leighton (1981) acerca de las tensiones e intromisiones entre las diversas concepciones de ciudad que, alternativamente, se enfrentan en las ciencias sociales (en resumen, las que ponen énfasis en la espacialidad-territorialidad y las que acentúan el carácter comunidad-identidad), vemos que lo que se opone a la antropología de la ciudad no son sólo críticas a sus compromisos ideológicos e incluso correccionales, sino una especie de salto epistemológico que pasa, en primer lugar, de un desplazamiento de la óptica de los territorios, monumentos y espacios físicos –una cartografía en sentido estricto- a las comunidades que en ellas viven.


La Escuela de Chicago centraliza sus metas en el proceso de desterritorialización de las masas, que al afluir a la ciudad receptora, perdían, por un ineluctable hiato, sus lazos primarios; y los secundarios debían, por circunstancia capital, acoplarse a las instituciones impersonales. Así el sujeto, flojas las redes de sociabilidad, se sujetaba o se agarraba a las retículas burocráticas de las instituciones totales. Este abrupto corte o aflojarse de los lazos primarios –que la importancia concedida al matrimonio y a la familia nuclear [1] revelan a la inversa- eran visualizados por los ideólogos sociales de Chicago de la década de 1920, ciudad en plena guerra social, que reconocían, en la fragmentación del sujeto urbano mostrada por Wirth (1973), los efectos de su pérdida. El sujeto urbano era fragmentado –digamos sintéticamente, en el caleidoscopio heterogéneo del desplegado abanico de la urbe, por su adhesión (o adherencia) a las diversas ocupaciones y papeles que marcaban su tránsito enloquecido por la metrópolis vertiginosa. Eso afectaba al propio ego –el ego del sujeto en cuanto centralización unitaria, autoconsciente en la determinación total de sus actos- ya que lo fragmentaba, repetimos, en la adopción de los varios papeles situacionales, institucionales y domésticos. Esta idea de fragmentación puede tal vez ser relacionada con el proceso de desterritorialización de las masas (sobre todo y primeramente campesinas) – expulsión forzada de los campos, retratada agudamente por Marx. Así desterritorializadas, las masas diluían, de hecho, sus lazos primarios, familiares, domésticos, y se perdían, por así decir, en los laberintos salvajes de la selva de hormigón.


La pujanza de los defensores de la comunidad –cuya consecuencia es la afirmación de una antropología en la ciudad, presuponiendo que lo esencial del abordaje antropológico permanece, en principio, idéntico a sí mismo- se apoya, en buena medida, en esa especie de “talón de Aquiles” de la sociología de la ciudad. Investigaciones empíricas –como la de Eunice Durham- muestran que, en América Latina, las poblaciones desplazadas en el proceso de desterritorialización capitalista se reterritorializan, restaurando en buena parte sus vínculos y sus hábitos. Esta referencia a la reterritorialización es una clave para entender las colocaciones de la tendencia comunitaria. Volviendo a Durham, ella muestra que, lejos de perderse, los lazos familiares de las familias transplantadas tienden a rehacerse en el nuevo medio urbano, incluyendo la reelaboración de rituales de sociabilidad que provienen de su círculo de origen. Lo que se podría rebatir a esa formulación –tal vez irrefutable desde el punto de vista cuantitativo- es que ella deja de lado a aquellos que se “pierden” camino a la ciudad, o sea, los innúmeros casos de jóvenes migrantes que se desterritorializan en la gran ciudad e integran las tropas marginales, el lumpen. No es que esta reserva deba sonar demasiado psicosocial: se reconocen, siguiendo por ejemplo a Quijano (1978), los determinantes estructurales que alimentan esa formación –aunque su lectura, de inspiración marxista, no sea suficiente para interpretar las eclosiones existenciales y los avatares nómades de la fuga delincuencial o simplemente marginal.


Entramos, entonces, en el territorio marginal, en lo que voy a llamar territorialidades marginales. Solamente para cerrar la discusión anterior, digamos que cada una de estas posturas –en la y de la- tenderá a escoger ámbitos privilegiados de observación, acarreando desplazamientos en los tópicos de interés de los saberes sociales. La predominancia, a partir de la década de 1960 aproximadamente, de las formulaciones comunitarias-identitarias (me refiero sólo a Brasil) se expresa, de manera impresionista, en la escasez de trabajos sobre el centro urbano, sobre la “región moral” de la que hablaba Park y a la migración del interés de sociólogos y antropólogos (con excepciones, como el trabajo sobre mendigos de Stoeffels (1978)) para los barrios de las periferias, favelas, grupos familiares o, en el mejor de los casos, grupos de límites más o menos claramente definidos. Es sugestivo cómo, con esa preferencia generalizada por las nociones de grupo y comunidad, se procedía a un transplante, a una transferencia (por otro lado, asumida en la afirmación misma del en la) de los trabajos sobre comunidad efectuados en el área históricamente fuerte –marca que impregna taxativamente sus principios- de la antropología indígena o colonial.


Esto de “colonial” no es una provocación ultrista, en vano, puesto que el reflujo de los trabajos, por ejemplo, sobre poblaciones africanas, fruto de la independencia y de la consecuente hostilidad para con los investigadores blancos y europeos, marca –como la trayectoria existencial e intelectual de Althabe (1978) lo muestra- el retorno de los antropólogos a la metrópolis y la reactualización de la discusión sobre este tema básico de la antropología urbana, que pone en cuestión el fundamento mismo de su instauración.


Se abren aquí dos caminos. El primero pasa por los géneros de diferencias que Althabe –junto con Piadelle, Delaunoy y otros (1978)- establecen, en el proyecto de definición de una etnología urbana, respecto de la etnología “primitiva” o “exótica”, que transcribo casi textualmente:


Los requisitos de la investigación en sociedades “tribales” o “exóticas” se pueden resumir en:


1- Unidad de lugar: la totalidad del grupo remite a un lugar único y a cierta duración de la existencia.

2- Homogeneidad del grupo.

3- Unidad de “representación”.


Mientras que por otro lado, la investigación en sociedades urbanas “complejas” tendría que dar cuenta de otros elementos:


1- Desterritorialización de las actividades económicas, sociales, culturales. Ruptura de la correspondencia entre lugar de origen, de producción y de vida social.

2- Heterogeneidad: diversidad de estilos de vida, que responde a una disfunción entre las estructuras constitutivas del todo social y las modalidades de cada grupo; parcelación del cuerpo social.

3- Multiplicidad y simultaneidad de relaciones en el mismo campo, que se expresan en el nivel de las creencias, códigos, representaciones, etc.


Esto abre nuevas exigencias metodológicas que dicen respecto de:


1- Exigencia de lugar: no podrá haber referencia a un lugar único de la práctica social, sino a muchos, hasta como unidades latentes. La exigencia de lugar-territorio único puede ser dejada de lado, para considerarse la plurilocalidad de la vida en la sociedad urbana contemporánea, privilegiando los “espacios intermediarios” de la existencia social, recorridos, trayectorias, devenires…

2- Exigencia de homogeneidad: la etnología urbana no puede sujetarse a grupos cuya homogeneidad no está manifestada en instancias de funcionamiento real (no puede, entonces, “inventar” falsas homogeneidades), sino que buscará aprehender “unidades reales de funcionamiento”.

3- Lo mismo vale para el plano de las creencias, representaciones, etc.


Quiero retener, de toda la discusión anterior, algunos puntos: la noción de segmentariedad (que aproximamos, un poco arguciosamente, a la de Deleuze y Guattari y a la de Evans Pritchard): la noción de plurilocalidad (que tiene que ver con los desplazamientos de los sujetos “fragmentados”): la idea de heterogeneidad y multiplicidad, tanto en los periplos existenciales como en la profusa proliferación de expresiones –modos, modas, hablas, gustos, finalmente, “imaginarios sociales” –y, por último, algo que parece esencial, que es lo imperativo – donde se transparenta la lealtad a la mirada empírica, propia de la empresa antropológica– de captar “redes reales de funcionamientos”: una masa urbana entrevista a partir de sus funcionamientos (anticipamos: deseantes, aunque no se pueda atribuir esa inclinación a los formuladores de la etnología urbana).


El segundo camino, para concluir de una vez la polémica en la-de la, pasa por el examen de sus tensiones e intromisiones en un campo empírico restricto, lo que tiene de paso la virtud de volver a centrarnos en las territorialidades marginales: el ghetto gay. Levine (1979), tratando de otorgar un estatuto epistemológico a la noción de gay ghetto, hace un uso propio, se reapropia, de la noción de gueto de la Escuela de Chicago, formulada por Wirth (1969). Levine se ve obligado, para erigir su noción, a enfrentar interpretaciones comunitarias, étnicas (aunque algo de lo “étnico” resuene, finalmente, en su primera reivindicación de la identidad gay), para centrarse, bajo una perspectiva más sociológica y empirista, en la distribución de los cuerpos en los espacios urbanos.


En efecto, el “out of the closets” que la gay liberation intensifica con énfasis, desencadena un proceso de desterritorialización masiva de los homosexuales norteamericanos, que abandonan en masa los barrios straight para radicarse en los ghettos gays de San Francisco, Chicago, New York, Los Angeles y en las grandes urbes americanas en general. Deteniéndonos en nuestra argumentación, digamos que el hecho de partir de ese desplazamiento residencial, más allá de sus consecuencias, fundamenta la opción de Levine por la mirada espacial.


Dos observaciones (dejando de lado, sin restarles importancia, los reparos “políticos” de Castells (1984)): primero, la propuesta de Levine parece tan comprometida con la sociabilidad empírica sobre la cual se monta, que llega al punto de constituirse en una punta de lanza intelectual, en una conquista del saber del dispositivo gay (es preciso tener en cuenta, para vislumbrar los alcances de esta estrategia, las diferencias entre el modelo gay norteamericano y el modelo macho/marica tropical, resaltadas por Peter Fry (1982)); segundo, eso puede implicar una especie de etnocentrismo (o “gaycentrismo”), ya que postula –reiteremos- la validez y la legitimación de la noción de gay ghetto como constructo sociológico. Incipiente universalismo, que combina bien con las pretenciones internacionalistas de la moda gay y que desnuda su dimensión ideológica, cuando pasamos de los guetos norteamericanos a los antros locales.


En este punto, resulta interesante volver a la “región moral” de Park. Las poblaciones que la transitaban, recordemos, no residían, sino deambulaban por el lugar; se reunían, no tanto de acuerdo con sus intereses, sino en la comunión de sus deseos y sus temperamentos –o, diríamos más crudamente, de sus “vicios”. En la “región moral”, heteróclita en la diversidad de las fugas que, en su seno, a la manera de una válvula de escape que liberase los impulsos “reprimidos por la moral social”, se refugian; se procedería, al mismo tiempo, a una canalización/visibilización y a una “reterritorialización relativa” de los impulsos y trayectorias desterrados, proscriptos. Este abanico de trayectorias (de “devenires”) erige territorialidades, redes territoriales, contiguas, entramadas, pero sutilmente diferenciadas a través de rastros de líneas de puntos bosquejados en tiza en las veredas. Esta “hiper-territorialización en movimiento” hace que la tentativa de cercar –aún reconociendo y explorando sus interconexiones- una territorialidad específicamente homosexual sea, en sí, pertinente.


Pero las territorialidades fluctuantes de los antros paulistanos no pueden ser asimiladas a los territorios fijos de los ghettos gays a la americana. En primer lugar, hay una territorialidad itinerante que no se suscribe a una fijeza residencial –como ocurre en el caso americano, donde existen hasta bancos, casas de turismo, agencias, sólo “de” y “para” gays –y que tiene que ver con cierta persistencia o insistencia del nomadismo urbano. Stebler y Watler (1978) son bastante gráficos, cuando sugieren que en la vida nocturna de las ciudades se encuentran rastros de una errancia espacial previa a la constitución de las “ciudades proletarias”: “Los noctámbulos, en sus derivas, ¿no son los últimos nómades, vagabundos del sexo, de las drogas y las ilegalidades oscuras tramadas en la noche?” –movimiento “browniano” del nomadismo que, según Duvignaud (1975), es “anterior”, “precede” al Estado capitalista, antes que derivar o proceder de él.


En segundo lugar, esa territorialidad es, en su mecanismo, itinerante, es decir, no se fija a los trayectos por donde circula. Nuevo rastro nómade; Deleuze y Guattari (1980) contrastan la localización, peculiar del espacio nómade, a la delimitación característica del espacio sedentario: “Lo nómade, el espacio nómade, es localizado, no delimitado.” Aunque lo nómade tenga un territorio (“sigue los trayectos de costumbre, va de un punto a otro, no ignora los puntos”), ese deambulación entre puntos no es principio, sino consecuencia, de la deriva nómade: aun cuando se transite entre puntos, esos puntos son consecuencia de los trayectos, a diferencia del espacio sedentario, donde los puntos son los que imponen la fijeza monótona de los trayectos (“de la casa al trabajo y del trabajo a la casa”, codensa una consigna peronista). Siendo así, si la territorialidad es itinerante, ¿cómo cartografiar los bordes y la consistencia de la “tribu” o de la “banda” (lo “neotribal” de lo que habla Maffesoli (1978)?


Antes de entrar en este asunto, se impone constatar que, a esta altura, no es posible continuar pensando al sujeto en tanto sujeto unitario, sino segmentado, partido por segmentaciones binarias y por flujos moleculares, como se explica en el capítulo “Micropolítica y segmentariedad”, de Mil Mesetas. Superficial y empíricamente, el mismo sujeto “individual” participa, al mismo tiempo, de redes de sociabilidad (o, como quiere Maffesoli, de socialidades) diferenciadas. Se fragmenta hasta tal punto en la diversidad de prácticas sociales en las cuales desempeña –concedamos- un “papel”, que la idea de una unificación egocéntrica, como en la ontología liberal, autoconsciente, se pulveriza en la multiplicación de sus reparticiones. En las trayectorias marginales, en su dificultad o imposibilidad –reconocida por Quijano y explorada, en la positividad de su diferencia, por Barel (1982)- de articular una identidad, esas tendencias “esquizo” recrudecen, ya que la aversión o el relativo extrañamiento respecto de las convenciones del orden, de la familia, del trabajo se debilitan, vuelven laxas, o, por lo menos, inconstantes, las adhesiones a las capturas institucionales de las que habla Park, o incluso a las doméstico-barriales de las teorías de la comunidad “protegida”, que elide, correlativamente, las fugas de los tránsfugas.


Retomando la cuestión pendiente –cómo determinar los límites y la consistencia de las socialidades marginales, nómades-, es preciso recurrir a la noción de “código-territorio”, esbozada por Deleuze en sus Diálogos con Parnet (1980), que está en el núcleo de la territorialidad. Antes, una aclaración situacional, referente a mi trabajo sobre el gueto gay paulista: si hay una frecuencia circulatoria incrementada en ciertas áreas (mutables y actualmente, como consecuencia de la irrupción del Sida, en decadencia) de las grandes ciudades brasileñas, esa mutabilidad posibilita que subguetos o nuevos puntos de encuentro gay puedan surgir de la noche a la mañana. Entonces, si la dimensión espacial concreta es básica, ella no se sustenta por sí misma, sin el necesario recurso a otra territorialidad, al nivel de los códigos –y, genéricamente, arriesgamos, al nivel de la expresión (en el sentido de Hjemslev, releído por Deleuze -1980, 1987).


La expresión “código-territorio” designa una relación entre el código y el territorio definido por su funcionamiento. “Inscription territorialisée” en la cual se distinguen –dice Guattari (CERFI, 1973)- dos elementos: una “sobrecodificación” –surcodage, código de códigos- y una “axiomática” que regula las relaciones, pasajes y transducciones entre las redes y a través de las redes de códigos; estos dos elementos “capturarían” los cuerpos que se deplazan, clasificándolos según una retórica, cuya sintaxis correspondería a una axiomatización de los flujos.


La referencia al código es central en la innovadora noción de territorialidad del Antiedipo, según admite Donzelot (1976), al reconocer las dificultades para definirla con precisión. Cabe adentrar, ahora, otras dos nociones básicas: desterritorialización y reterritorialización.

Creo que es más fácil y directo –aunque no necesariamente más riguroso- pensar esos procesos con referencia al código, a los códigos sociales en el sentido más amplio. Revisitemos el ejemplo del ghetto gay paulista: en las trayectorias de los taxiboys o “entendidos”, se detectan a grosso modo: primero, un movimiento de desterritorialización con relación a los códigos familiares, “normales”; segundo, un movimiento de reterritorialización en los códigos internos del gueto, que distribuyen adscripciones categoriales –para restringirnos al plano de las nomenclaturas, que es, por su parte, significativo, ya que ellas indician o traducen variaciones comportamentales, gestuales, corporales (que dicen respecto, al menos en su sentido más inmediato, palpable, al plano de los cuerpos: transformaciones de los tics, también de las posturas, arrastrando, en esa deriva “personológica”, todos los ideologemas imaginables). La crudeza, la amargura de esta “reterritorialización perversa” es vivenciada y manifestada por sus protagonistas. Dice un chico recién iniciado en los círculos homosexuales, asustado por la obsesiva rotulación imperante en el medio: “En mi cabeza imaginaba que sería un placer puro. Pero no lo es, las maricas son tontísimas, crean sus patrones, rotulan, vos tenés que ser algo dentro de esa clasificación.”


En términos de Bataille, hablaríamos del “desorden organizado” que la transgresión instituye (la transgresión con toda la fuerza animalesca, de exuberancia lujuriosa bordeando la muerte y la “petite mort”, que ella tiene en Bataille, luego vaciada por algunos de sus comentadores. El acto de la transgresión, su salto hacia la exterioridad o de cierta relativa exterioridad del orden, marcan el desencadenamiento de una nueva codificación. No obstante, nos permitimos discrepar aquí de la lectura que Gustavo Barbosa (1984) hace de esa reordenación. Él la considera un mero reverso, inversión en negativo de la ley oficial: la transgresión concupiscente, lúbrica, continúa así, bajo esa óptica, girando en torno a la ley; además de eso, en última instancia, refuerza la propia ley que transgrede.


Sin desconocer que esa es una interpretación posible, a la cual el propio Bataille da sustentáculo al considerar la transgresión como constitutiva de la ley, arriesgo, a partir del mismo autor, una lectura diferente. Es cierto que una codificación del desorden, de las “vidas desordenadas”, se erige (dejando para después la crítica del desorden, la imposibilidad de pensarlo, argüida por Bergson). Entretanto, esas vidas “desordenadas” están –permítase la tautología- al servicio del “desorden”. En otros términos, que captan mejor el espíritu de Bataille, ese tránsito enloquecido de la prostitución, del crimen, de la licenciosidad, busca permanentemente su desmoronamiento y está entregado al derrumbe, para que en el disparate de la lúbrica sordidez esplenda con más estremecedora reverberación la intensidad del deseo, la petite morte del potlach libidinal.


Aún rescatando la afirmación del impulso pasional, de pérdida, de exceso, de desafío que extrema, en busca de la producción de intensidades, los cuerpos y las vidas rutinarias, es necesario, en este punto, separarnos de Bataille. En primer lugar, por aquéllo que decía Bergson. Bergson considera que el problema de no-ser y del desorden, son, en verdad, “falsos problemas”, un tipo de “falsos problemas”: “problemas inexistentes”. No hay menos (moins) sino más (plus) en la idea de no-ser que en la de ser; en el desorden que en el orden: “En la idea de no-ser, en efecto, está ya contenida la idea de ser, más una operación lógica de negación generalizada, más el motivo psicológico particular de esta operación [cuando un ser no conviene a nuestra expectativa [attente] y lo tomamos [saisissons] solamente como la falta, la ausencia de lo que nos interesa.” En la idea de desorden –continúa Deleuze, en El Bergsonismo, 2017- “está ya la idea de orden, más su negación, más el motivo de esa negación (cuando nos encontramos con un orden que no es aquél que esperábamos)” (p. 6).


Pensar en términos de desorden implica hacerlo a partir de un orden que al ser negativizado –en tanto incluido/excluido- se impone; otro camino lleva a la positividad de las prácticas sociales. En el trabajo de Janice Caiafa (1985) sobre punks, se ve bastante claramente lo que esa positividad significa en concreto. Básicamente, ella consiste en tomar los acontecimientos y prácticas sociales a partir de la fuerza que ellos encarnan en sí, de su propia, específica e intransferible singularidad –que es, simultáneamente una multiplicidad. ¿Por qué positividad? No se puede, dice Janice, criticando algunos enfoques simplificadores, reducir el fenómeno punk a una mera respuesta a otra cosa, a la “crisis”: “No puedo creer que aquel ejercicio sólo se pudiese definir como una respuesta a otra cosa y que aquello agotase su funcionamiento.” En ese funcionamiento irreductible residiría la positividad del movimiento. Caiafa cita a Foucault: “No es la dominación global que se pluraliza y repercute hacia abajo” (Microfísica del poder, 1979); y continua: “al contrario, es preciso tomar los fenómenos de poder en la extremidad más infinitesimal y, por un análisis ascendente, verificar cómo ellos son anexados por fenómenos más generales, conservando al mismo tiempo una autonomía relativa.” A través de esa positividad, se vuelve posible hacer la conexión con otros fenómenos y otras prácticas “vecinas”.


Si la singularidad reside en la diferencia de un funcionamiento (apunto: deseante), la multiplicidad tiene que ver con ese funcionamiento y pasa, además, por la conexión que el observador (él mismo una multiplicidad) efectúa con el funcionamiento del grupo, de la manada. Esto remite a la concepción de multiplicidad expresada en Rizoma (Deleuze y Guattari, 1980): si somos todos multiplicidades, si la propia escritura es la conjugación de una multiplicidad innumerable (“una soledad infinitamente poblada”), el relato etnográfico habrá de incluir, dice Caiafa, “todas las vicisitudes de ser muchos en múltiples lugares” (lo cual resuelve ¿o disuelve? –por cierto, la distancia entre el antropólogo urbano y el medio urbano, teñida a veces de una impregnación jerárquica, que adscribe al investigador a la oficialidad académica o cultural (ver, por ejemplo, Velho, 1980).


La afirmación de la multiplicidad tiene que ver también con el propio funcionamiento de la banda, que no se puede entender a través de los individuos aislados, nómadas personológicas, sino como un agenciamiento colectivo, donde lo que cuenta es el togetherness, el estar juntos, el entre-deux, en la microscopía de la deriva.


Bajo esta perspectiva se puede abordar el problema representado por la capacidad, exacerbada en los circuitos marginales, de un mismo individuo para participar, alternativa o erráticamente, de diversas redes, algunas de ellas “normales”. Son los funcionamientos deseantes en el campo social, los flujos, las líneas de fuga que atraviesan el socius, que arrastran a los individuos –y esta afirmación es dura- los que deciden u optan, a partir de un ego autoconsciente, los que construyen, por apelar a un cliché, sus identidades y sus representaciones. Ellos participan de funcionamientos deseantes, sociales, que los desbordan: “es el principio de todos los otros afectos; la afectividad, el cuerpo sabe más que la conciencia”. Las fugas marginales (Deleuze: “en una sociedad todo huye”) son, entonces, fugas deseantes.



La fuga marginal

Toda esta última discusión tuvo inicio, recordemos, en la crítica al desorden en tanto opuesto al orden. (Dicho sea de paso, las sociologías dominantes son sociologías del orden, lo que les dificulta bastante entender las derivas y las fugas, ya que participan, finalmente, de cierta visión estática de una sociedad en movimiento permanente).


Operamos un desplazamiento de la idea de una transgresión, que instauraba cierto orden, a la idea de una fuga, de un proceso (con velocidades, intensidades, lentitudes, rupturas y suturas) de desterritorialización y reterritorialización. Para decirlo rápidamente, las sociabilidades marginales configuran una especie de “reterritorialización perversa”: territorialidad artificial, en el sentido del Antiedipo –familias más exóticas que entretejen sus corsets barrocos, eficaces en su fragilidad, junto al muro que obstruye la fisura de las fugas libidinales que amenazan con hacer explotar el socius.


Veamos esa reterritorialización perversa en el caso de los taxiboys. Una desterritorialización exacerbada en el plano de las derivas corporales, de la corporalidad, que tiende a una orgía perversa sucesiva, de “órgano a órgano”, con múltiples compañeros ocasionales “impersonales” donde las diferencias (inclusive jerárquicas, de poder, de valor, de fuerza), funcionan como operadores intensivos (y hay que pensar tales operadores, como reclama Lyotard en Economía libidinal (1979), a partir de la cinta de energía libidinal, y no de las representaciones que, “traduciéndola” traicioneramente, la sofocan en el “cubo espacio-sala-escena de representación”: pensar la propia representación como “dispositivo energético”), esa desterritorialización coexiste, con algo parecido a lo que Baudrillard, en Economía política del signo (1984), denomina “pasión por el código.”


En efecto, una proliferación de nomenclaturas (en el plano de las nomenclaturas categoriales, y, en un sentido más general de los códigos comportamentales y relacionales) captura, fija, los desplazamientos de los tránsfugas por los casilleros del código. Doble movimiento: por un lado, una profusión de nominaciones, que buscan banalizar una hipercodificación de los encuentros; por otro lado, esa hipercodificación “enloquece”, entra en desajuste y superposición, inmixión inextricable, interna, se torna una especie de máquina barroca o, inclusive, pagana.


¿Por qué barroca? Porque en su indecible superposición (varias nomenclaturas pueden ser aplicadas, dependiendo de la situación, del lugar, etc, al mismo sujeto) efectúa un choque de significantes, que en esa mixtura del entrechoque “deja pasar”, digamos, “más”, en el hiato de su hiancia, que si hubiese una dominancia de un único sistema significante despótico. Esto merece una aclaración que libere lo formulado de su abstracción, para mostrarlo en su articulación histórica. El sistema de nomenclaturas vigente, al momento de mi investigación (1982/1985), en el gueto homosexual paulista, impresiona en su literal proliferación: un total de 56 nomenclaturas en un radio de veinte cuadras, para denominar, irónica e incisivamente, las variedades de las posturas en el circuito de las homosexualidades, en las redes relacionales de la homosexualidad masculina. Obviamos mayores detalles sobre su localización geográfica: el centro de San Pablo, con focos en los “puntos” de Ipiranga, São Luiz, Marquês de Itú, (este último ya prácticamente extinto, lo cual da una idea de la elevada mutabilidad, casi gaseosa, hipersensible a las menores vibraciones sociales –y pasando por un momento en que esa presión es álgida y violenta, a partir de la irrupción del Sida). Entrevimos su entramado clasificatorio, con matices sutilísimos, que van desde el taxiboy “que patea para los dos lados” a la “marica baby”, entre “mariconas” y “chongos”. Hemos dispuesto el plano de una cartografía del “código-territorio” existencial.


Esta última palabra, existencial, puede ser reveladora. Las tramas clasificatorias, codificatorias, se inscriben (antes a la manera del tajo de Osvaldo Lamborghini, que del tatuaje de Severo Sarduy) en los cuerpos. Además, la fuerza de la representación es, en verdad, un dispositivo energético. Las representaciones se tallan en durezas y blanduras, en entumecimientos o relajos de las superficies y volúmenes corporales. Como observa Sartre (1967: 122) a propósito de Genet: “La misma turgencia que siente el macho como el retesamiento agresivo de su músculo, Genet la siente como la apertura de una flor.”


¿Adónde queremos llegar? Se ve que las redes de códigos y nomenclaturas, en su hiperproducción, vehiculizan mobilizaciones moleculares en el propio plano de las sensaciones corporales. Así, en lo que dice respecto del código clasificatorio, la variedad de sus localizaciones, captura al ejecutante en la fijeza, ecuestre o lánguida, de un único gesto, en la representación de una teatralidad ligeramente goffmaniana – pues suele tentarla, al no haber remisión al deseo, cierta vocación identificatoria [2].


¿Para qué este sinuoso recorrido a través de los usos perversos?

(En compensación, concedamos que los meandros riman con la complejidad de los barrocos laberintos subterráneos). Anticipo una hipótesis: en las trayectorias marginales, en las existencias nómades o apenas vagabundas, en las maquinaciones tenebrosas del deseo en la sombra de las esquinas, no se estaría haciendo una inversión de los papeles establecidos, normales, convencionales, sino la afirmación –por más ligada que pueda estar en múltiples planos con la lógica molar, macroscópica, institucional- de una diferencia intensa, de un funcionamiento deseante diferente. Eso puede percibirse, inclusive, en los elementos más formales, en la arquitectura del sistema clasificatorio- destinado, se supone, a capturar las mobilizaciones pulsionales. Sugiero que ese funcionamiento de la trama de nominaciones, pueda tener, con lo vibrátil del cuerpo intenso, alguna “correspondencia” que lo ilumine –y que explicaría el anterior calificativo de “pagano”. Esa superposición de códigos proliferantes podría ser pensada análogamente a la “incompatibilidad de figuras simultáneas” y consecuente “entierro de la identidad”, que Lyotard (1979, pp. 19-20) observa en la “teátrica pagana” del Bajo Imperio: “Para cada unión en nombre divino, para cada grito, intensidad o embestida, un dios pequeño (…) que no sirve exactamente para nada, pero que es un nombre de tránsito de emociones.”


Puede vislumbrarse, a partir de aquí, que esa diferencia del funcionamiento perverso, en el circuito de taxiboys y “en el ambiente”, no se verifica solamente en el plano de las acciones y pasiones corporales, sino que afecta el propio plano de la expresión, revelando una modalidad peculiar de la articulación entre fuerzas intensivas y formas expresivas. Pues, por un fenómeno complejo, cuyas piruetas apenas entrevimos, se favorece cierta plasticidad y porosidad de las categorías distribuidoras y atribuidoras de localización en los tráficos del mercado nocturno. En la territorialidad perversa, del crimen, del vagabundeo, de la concupiscencia, de la venalidad, las normas y los códigos que la territorialización artificiosa y rebuscada de la perversión instaura y multiplica –siguiendo los rebuscados laberintos de viaje de los sujetos involucrados-, participan, tal como los universos que “expresan”, de cierta precariedad –y casi etereidad- constitutiva.


Esa precariedad constitutiva se muestra en otros códigos marginales, como en el montado por Hirohito de Moraes Joanides (1979) en su crónica de la Boca do Lixo. ¿Qué es lo que se está manifestando? La característica provisoriedad, transitoriedad, deriva, de los nomadismos urbanos. La diferencia intensa de este funcionamiento deseante con relación al modelo conyugal dominante, se percibe también en la inestabilidad de la circulación, tanto espacial como propiamente social. El nómade, afirma Duvignaud (1975), se mueve en los intersticios del cuerpo social, frecuenta las fisuras, las fracturas, los puntos de fuga y de ruptura –al mismo tiempo, anticipamos para desvanecer la imagen romántica, entra en las más violentas suturas, reterritorializaciones, aboliciones, transformaciones. Ese nómade lumpen (tomemos el caso del taxiboy) transita por los intersticios sociales y recoge en su habla, jergas contrapuestas y dispares: en el discurso de un marginal urbano, analizado por Pedro de Souza (1984), expresiones vulgares de la jerga se mezclan con enunciados de la lengua culta e inclusive psicoanalíticos; palabras como “paranoia” y “brote” se mezclan con términos nagôs procedentes del candomblé, verdadera religión del “ambiente”.


El peculiar negocio del deseo es que las oposiciones sociales son deseadas, tomadas en su faceta (o en su reverso?) deseante, como fuentes de desigualdades sociales (que se expresan, fácilmente, en binarismos del tipo: joven/viejo, pobre/rico, marica/macho, etc.) que son investidas pulsionalmente. En eso parece residir una de las claves del funcionamiento diferente. Ahora, el hecho de que oposiciones y conflictos sociales sean “investidos” (catectizados), objetos de una catexis libidinal, no es absolutamente exclusivo del circuito de los amores entre hombres, aunque pueda ahí, como pasa en las formaciones marginales, expresarse más prístinamente. En la prostitución puede estar revelándose un funcionamiento del deseo en el socius que afecta, aunque puedan variar sus direcciones, sentidos y circunstancias, el campo social global. Volvamos a la “pasión por el código” de Baudrillard; según él, “el deseo no tiene vocación para realizarse en libertad, sino en la regla, no en la transparencia de un contenido de valor, sio en la opacidad del código de valor”. Mecanismos de captura del deseo que sustentaría, en última instancia, el orden social: “Es con este investimento de la regla por el deseo, que el orden social se encuentra vinculado.”


La formulación de Baudrillard tiene un mérito, que es el de mostrar la articulación del deseo en el campo social –no se puede pensar lo social sin pensar el deseo. Y un desmérito: es demasiado tranquilizadora. La posición de Baudrillard –teniendo en cuenta la insistencia del autor en la fuga hacia lo simbólico- puede ser pensada al lado de la “socialidad de la orgía” colocada por Maffesoli (1985): una secreta, subterránea socialidad dionisíaca de la orgía recorrería e uniría pasionalmente el cuerpo social, constituyendo, a fin de cuentas, el secreto soporte societal.


Pero la voluptuosidad de los viajes marginales a pesar, repito, de sus bruscas recuperaciones y transformaciones (siendo “recuperable e irrecuperable al mismo tiempo”, dice Guattari, 1986), desborda y gasta una energía excesiva, derrocha un exceso de energía, según parece, desmesurada, con relación a la reterritorialización y confiscación molar que padece. Es importante insistir en la diferencia en el funcionamiento deseante, presente ya en la prostitución femenina, vista por Belladona y Querrien (1977): brouillage de códigos, funcionamientos intensivos, microscópicos, que escapan a las convenciones y reticulaciones de la normalidad, pero donde se revela, al mismo tiempo, un mecanismo básico de “circunvención” (Lyotard) de intensidades libidinales en segmentos monetarios, que sería esencial para la circulación de los cuerpos homogeneizados por las tasaciones del mercado.


Para no perdernos en paradojas, quiero destacar una idea de Guattari. En los funcionamientos marginales se revelarían indicios de modos disidentes de subjetivación, de producción de subjetividad. Indicios, en última instancia, de otra relación del sujeto con el deseo –al revés de sujetarlo por completo a la omnisciencia de su consciencia, lo astilla en la fulguración de reverberaciones efímeras y vibrantes, en el sudor de los cuerpos a la deriva. Indicios, extremando bastante la percepción, de un devenir minoritario, como el que Caiafa capta entre los punks. Ese carácter minoritario se reconocería en la aparición de una socialidad grupuscular (como la que observa Guattari (1985) entre los negros, chicanos y puertorriqueños de New York). El devenir minoritario difiere del paradigma de Hombre con H, mayoritario por cualidad de dominación, descrito por Deleuze en “Philosophie et Minorité”, como “hombre-blanco-occidental-macho-adulto-racional-heterosexual-habitante de las ciudades”. Guattari advierte contra el eco del recentramiento que un término como “marginalidad” (que es, sin embargo, interesante por la multiplicidad de fugas potenciales a las que alude, por su profusa heterogeneidad) sucita: siempre se es marginal con relación a un centro. En Micropolíticas (Guattari y Rolnik, 1986), la distinción entre procesos de marginalización y procesos de minorización (que desencadenan, lanzan, sueltan un devenir minoritario, que mina y subvierte, aunque sea parcialmente, la moralidad mayoritaria) es más clara: el primer término, marginalización, sería descriptivo en el sentido sociológico, designaría una “minoría” en el sentido sociológico clásico; elementos de esta minoría podrían entrar en un devenir minoritario, arrastrando un elemento del campo mayoritario. En resumen, o la maquinación marginal entra en un devenir minoritario, impulsando débiles indicios de subjetividades disidentes, o pasa a girar sobre sí, en un “agujero negro”, en el torbellino de la “pasión de abolición”, donde las líneas de fuga –que están “afloradas” en las derivas nómades del margen-, se vuelven contra sí mismas, en un delirio microfascista de destrucción y autodestrucción –destrucción del otro que lleva en ciernes, apunta Bataille respecto de Sade, la autodestrucción del ego. ¿Por qué microfascista? El fascismo, diríamos, inspirándonos en La revolución molecular de Guattari, sería, a grosso modo, una contrarrevolución que deriva de una revolución fracasada, que se vuelve contra sí misma.


En el plano más micro, los emblemas microfascistas abundan en la postura hipermasculina del taxiboy clásico. Comenzando por la dureza masculina (recordemos la fórmula: machismo = fascismo). Un ejemplo de esta disposición puede ser visto en la doble interpretación otorgada por los chicos de la calle a la confiscación predatoria del cliente, racionalizada alternativamente como una compensación a la fuerza de las abruptas diferencias socioeconómicas (recurriendo a una legitimación por lo social, en nombre de la supervivencia) y como un castigo inflingido por el macho “normal” (que mantiene las insignias gestuales del Hombre, la disponibilidad para el mercado heterosexual según los patrones dominantes) al homosexual “desviante”, que desafía, en la lujuria de la inversión, los códigos machistas.


Esto que se detecta en los taxiboys podría ser, tal vez, extendido a otras trayectorias y territorialidades marginales. Lo que habría en común, entre las varias socialidades del margen, sería algún impulso de fuga, que estaría, de un modo o de otro, en su punto de partida. La pregunta que las vincula dice respecto a cómo estas fugas podrían ser capturadas o neutralizadas.


Importa resaltar, a modo de conclusión, algunos puntos:


1- Tratamos de mostrar la pertinencia de la noción de territorialidad, entendida en su acepción de “código-territorio”.

2- Entrevimos, en las trayectorias marginales, en sus fugas, la trama de una territorialidad itinerante que, sin dejar de inscribirse en el equivalente general del capital, funciona en base a la deriva deseante, y anuncia otro modo de funcionamiento del deseo en el campo social.

3- Sugerimos que una cartografía de las territorialidades marginales debe estar atenta a las circunvoluciones de los flujos deseantes y a los avatares y peripecias de las fugas, en lo que parece dispuestas al potlach, a la pérdida, a la abolición…

4- Además, en las existencias marginales, se pueden vislumbrar indicios de modos diferentes, minoritarios, disidentes, de producción de subjetividad.


Creo que no es necesario insistir en la actualidad de esta problemática. Más allá de taxiboys, punks y porreros, toda una masa lumpen oscila entre la desterritorialización descontrolada y la fascistización abrupta, vista como salvación del naufragio –transparentes, por ejemplo, en la modalidad de organización jerárquica y autoritaria de las organizaciones delicuenciales, aunque no dejen de conservar rasgos nómades. Estas cuestiones suelen ser pensadas bajo la óptica de lo negativo. Verlas en su positividad deseante, en sus cortocircuitos de pasión y violencia, tal vez sea un paso para comenzar a escucharlas.



Néstor Perlongher. Magister y Profesor de Antropología Social - UNICAMP



Territorios Marginales (Ponencia presentada en el Simposio “Territorios: diferentes enfoques hoy”, organizado por la Profesora Ana María Niemayer, Congreso de la ABA, UNICAMP, 1988). Publicado originalmente como cuadernillo en la revista Papéis Avulsos N6, 1988. CIEC (Centro Interdisciplinar de Estudos Contemporâneos), Escola de Comunicação/ Universidade Federal de Rio de Janeiro. En 1991, el trabajo se volvió a publicar en el cuadernillo número 27 de la serie Primeira Versão, del Instituto de Filosofía y Ciencias Humanas de la Universidad de Campinas. (IFCH/UINICAMP).



Néstor Perlongher. Jardín Botánico de San Pablo. 1983. Fuente: Archivos Desviados.


Notas al pie


[1] Cabe recordar, de paso, los embates contra el celibato de los mineros, descritos por Murard & Zyberman (1976), y todo el proceso de fijación de las masas desterritorializadas, tomando muchas veces a la mujer como objetivo estratégico (ver también Donzelot, 1980).


[2] Para una crítica al carácter individualizante del modelo gay y sus incidencias en los análisis sociológicos hechos de la perspectiva de la identidad sexual, ver mi artículo “O michê é homossexual? ou a política da identidade” [El taxi-boy es homosexual? o la política de la identidad] en Tronca (org.): Foucault Vivo. Campinas, Pontes, 1987.




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* Cecilia Palmeiro es docente, investigadora, traductora y activista feminista queer.



Moléculas Malucas agradece a Roberto Echavarren y Cecilia Palmeiro.




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Cómo citar este trabajo:


Territorios Marginales, de Néstor Perlongher.

Traducción y nota introductoria de Cecilia Palmeiro.

Moléculas Malucas. Febrero de 2021.

Publicado originalmente en portugués en Papeis Avulsos. CIEC, Centro Interdisciplinar de Estudos Contemporáneos, Río de Janeiro, 1988.



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