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Hall

Un cuento olvidado de Néstor Perlongher.


En un cajón de su casa de Avellaneda, Marcelo Benítez preservó, junto a las cartas que le envió Néstor Perlongher desde San Pablo, una vieja copia de un cuento que el poeta había escrito en 1976 con la intención de presentarlo a un concurso. “Hall”, inédito hasta ahora, se publica aquí por primera vez con una introducción escrita por el amigo y compañero de lucha de su autor.


Por Marcelo Manuel Benítez*


Néstor Perlongher escribió “Hall” un mes después de salir de la cárcel, en 1976. Al año siguiente, con el seudónimo Memphis, tuvo la intención de presentarlo para la categoría “Cuentos cortos” de los premios anuales que organizaba la Universidad de Belgrano. Finalmente desistió de participar por considerarlo “demasiado homosexual” para un jurado probablemente conservador. Sin embargo, ese año, Néstor y yo nos presentamos a ese concurso para la categoría “Poesía”[1], y “Hall” quedó en el olvido. Se trataba más bien de un ensayo, en el sentido de una prueba. Néstor estaba explorando el género narrativo para convencerse de que aún estaba vivo y podía crear. A mí, casi su único amigo por entonces, me lo leyó una tarde en el “Tren Mixto”, la pizzería ubicada enfrente de la plaza Constitución. En aquella época de juventud e inquietud, Constitución nos servía de trasbordo para tomar algún colectivo que nos acercara a Avellaneda, donde vivía la familia de Néstor[2] y yo vivía con mi madre. Pero la estación Constitución era un paraíso para Perlongher y para todo aquel que quisiera algo de sexo ya que su enorme y aristocrático hall era recorrido por prostitutas y taxiboys a bajo costo, como así también por colimbas solitarios o muchachos, lindos como soles, que simplemente querían combatir el tedio en el que los hundía la pobreza. Ya el olor a pizza y empanada, a medialunas recién horneadas y a café con leche humeante actuaban en nosotros como afrodisíacos inevitables.


Tapa del programa de premios 1977 de la Universidad de Belgrano para el cual Néstor Perlongher escribió originalmente "Hall". Fuente: Archivos Desviados.

Néstor escribió ese cuento en parte para homenajear a esa zona bulliciosa de Buenos Aires y en parte para investigar otro género que no fuera el de la poesía. Ya me había comentado hacía tiempo que le resultaba complicado narrar. “A mí me llegan iluminaciones”, me decía, “metáforas sueltas, imágenes absurdas que sólo pueden servir de algo en una poesía porque ninguna cuenta nada”. Néstor insistía en que, para él, el lenguaje poético fluía espontáneamente y que, más tarde, en frío, se ordenaba en función de una música, un orden nuevo para que el texto penetrara más profundo en la piel. Pero escribir, por ejemplo, que “Juan abrió la heladera y sacó la botella de leche y luego se sentó en el living para beber”, le resultaba una aventura imposible. Esa dificultad lo preocupaba y “Hall” es un ejemplo. En este cuento no pasa nada. Es una especie de fotografía muy colorida de la estación Constitución, maravillosamente descripta con un lenguaje poético. Está poblado de frases y palabras de una gran belleza. Su protagonista es muy difuso, se podría pensar que se inspiró en mi persona. Y menciona una casa en la calle Acosta, donde yo vivía con mi madre, que aun sigue siendo mi domicilio.


Por aquella época, Perlongher y yo éramos muy amigos. Nos habíamos conocido en el Grupo Eros del Frente de Liberación Homosexual (FLH) y esa militancia diaria y riesgosa, única todavía en América Latina, nos había unido mucho. Lucha que se hundió en la derrota como todas las que se dieron en el campo popular y nos dejó con la impresión, no demasiado justa, de que no habíamos logrado nada. Nada parecía haber quedado de nuestro esfuerzo de algunos años, exponiendo nuestros cuerpos a las amenazas del lopezreguismo[3]. Sólo muchos años después comprendimos todo lo que sí habíamos logrado con nuestro ejemplo, con nuestras discusiones en el interior del gueto homosexual y con nuestra insistencia en largas charlas con los compañeros en voz muy baja, en bares vigilados por la policía. La prédica del FLH no habrá logrado la derogación de los edictos policiales con los que nos perseguían constantemente, pero convenció a los homosexuales de que no éramos enfermos. Trabajó sobre todo la culpa homosexual por disfrutar de una sexualidad diferente, cosa que frenó en gran medida los suicidios. Además, consiguió algo mucho más importante: defendió acaloradamente a la “marica”, al hombre afeminado, a la que en el grupo Eros considerábamos el verdadero héroe de esta lucha, el verdadero mártir. Y esa prédica clandestina, sotto voce, quedó flotando en la atmósfera negra del terrorismo de Estado sin ser notada por los agentes de la represión. Cuando volvió la democracia, a fines de 1983, nacieron nuevos grupos de lucha homosexual que se organizaron a la manera del FLH, y ya no se discutieron más esos temas. Estos nuevos grupos de lucha exigieron el fin de la discriminación y el respeto al hombre afeminado.

Si bien en “Hall” Perlongher no logró crear una obra narrativa acabada, pues se quedó a medio camino entre la narrativa y la poesía, este cuento actuó de puente hacia su otro cuento, “Evita vive”. ¿Podemos afirmar que se trata de poesía narrativa? Yo diría que no, porque se percibe en una segunda lectura el esfuerzo de Néstor de contar una anécdota, que resuelve a través de imágenes de una gran belleza que no cuentan mucho. “Hall”, de todos modos, importa porque le permitió a Perlongher salir de la parálisis en que lo había dejado la cárcel. Una vez me dijo, a poco de recuperar su libertad, cuando le confié que lo notaba desolado, que sentía como si una bomba le hubiera estallado adentro, y fue a partir de “Hall” que volvió a funcionar. No sólo regresó a la poesía, de la que se había apartado, sino que pudo reflexionar sobre lo que le había ocurrido y, a partir de allí, iniciar un nuevo rumbo en su vida. Pronto recompuso todas sus partes desintegradas por el encierro carcelario y gracias a su trabajo como encuestador terminó comprando otro departamento y se insertó nuevamente en la ciudad y en la vida. Así fortalecido, fue surgiendo la idea, un poco delirante al principio, de radicarse en el Brasil, mudanza que concretó definitivamente en 1981, año en que se radicó en la ciudad de São Paulo. Desde allí me escribió cincuenta cartas. Todavía era el reinado de la correspondencia, de la industria de los sobres vía aérea y el papel manifold, más livianos. De esa manera, Perlongher se pudo comunicar con los pedazos que le quedaban de su pasado y que deseaba conservar. Yo, aparte de ser su amigo, era un interlocutor al que respetaba como poeta y el único con quien intercambiaba los textos que iba creando. Conmigo podía, incluso, ensayar la prosa barroca que tanto le interesaba por aquella época animándose a experimentar con términos arcaicos y neologismos que luego utilizaba en su nueva poesía. Sabía que como poeta lo entendería, y también compartía conmigo sus aventuras sexuales en un contexto muy diferente al de la Buenos Aires de la dictadura militar. Néstor sabía que sus problemas eran mis problemas, sus apetitos eran también mis apetitos, sus esperanzas eran mis esperanzas. Pero, sobre todo, sus odios eran también mis odios y sus miedos eran iguales a mis miedos. Por todo esto, esas cincuenta cartas son únicas, tanto por su contenido como por su estilo, y pronto saldrán a la luz en Moléculas Malucas.

Entre “Hall” y su cuento más logrado, “Evita vive”, hubo otro cuento llamado “El negrito” que alcanzó también a leerme y en el que Eva Duarte tenía un hijo “cabecita negra”, como a ella le hubiera gustado, pero Perlongher lo destruyó. Su paso por la narrativa fue fugaz, pero dejó dos relatos valiosos a los que es un gusto leer, porque reflejan la originalidad de un escritor por entonces marginal, castigado, maltratado por querer ser con terquedad, por sobre todas las dificultades, siempre él mismo.



*Marcelo Manuel Benítez fue, junto a Néstor Perlongher, miembro clave del Grupo Eros del Frente de Liberación Homosexual de Argentina, disuelto en 1976. Fue también cofundador del Grupo Federativo Gay (1984-1985) y miembro de la Comunidad Homosexual Argentina en sus primeros años. Es dibujante, poeta y novelista. Su primera novela, “La Penumbra”, fue publicada por UNDAV Ediciones (Universidad de Avellaneda) en 2019.




Agradezco a Juan Queiroz, Roberto Echavarren, Jorge Luis Peralta y a la colectiva editora de Moléculas Malucas.



[1] Yo me presenté con el seudónimo Nube con mis poemas Si miramos a la reina” (dedicado a Perlongher) y “Cuajando en las sombras”. Néstor, eligió el seudónimo Carmín, distinto al que había elegido para la categoría “Cuentos cortos”, y presentó sus poemas Hay un cuarto Contiguo”, Érase un animal” y “En el año 1943 en Eritrea”.

[2] En la época en que nos presentamos al concurso, Néstor vivía en La Tablada con Eduardo Todesca, amigo y compañero nuestro del Grupo Eros.

[3] Luego de la muerte de Juan Domingo Perón, cuando asume la presidencia de la Nación su esposa María Estela Martínez, el gobierno quedó prácticamente en manos del ultraderechista José López Rega, ministro de Bienestar Social y fundador de la organización parapolicial Alianza Anticomunista Argentina. Con la Triple A” empezó a reinar el terror. Homosexuales, lesbianas y feministas fuimos blanco de amenazas sanguinarias a través de su órgano periodístico "El Caudillo".



Fuente: Archivos Desviados.


Hall


Por Néstor Perlongher, 1976.



Quien lo viera como él a la entrada de la Estación Constitución hubiera sin duda notado cierto aire de Teorema de Pasolini, si ése –además– hubiera sido alguien predispuesto para encuentros de esa naturaleza, y remarcara el declive de las baldosas en dirección a las rejillas, detalle digno de tomar en cuenta para advertir con solemnidad la proximidad de los restantes días, el remanso de una serie de acontecimientos posibles viniendo de la calle, espesa, achicharrada. “Estación Prostitución” anunciaba el colectivero del Cañuelas, dejando formada de inmediato una imagen arquetípica, borrosa como una postal de hace diez años, algunas columnas que retenían o sostenían el aire y, más que nada, la procesión de rostros automáticos como un aviso publicitario de la Paranoia Co. De repente la mujer se agachó a recoger unas monedas, unas monedas de veinte doradas y muy pequeñas, y continuó arrastrándose un rato hasta encontrarlas. Los hombres la contemplaron con una desabrida indiferencia que no le iba dirigida precisamente a ella, un desdén vacilante pegoteado de lujuria, mientras simulaban escuchar los relojes o mirar –bizcamente– las imágenes del televisor suspendido justo sobre sus cabezas. Nadie, no obstante, se inclinó a ayudarla, ya que los trenes llegaban y salían y ella terminaría desapareciendo entre otras mujeres casi iguales, entre otros tantos seres igualados por el boleto de cuarenta pesos que retornaban a Bernal, a Ranelagh, al resignado apaciguamiento que no era otra cosa que dejar subir la noche, la noche en derredor a las mesas bajas de las casas donde se proseguía simulando mirar con atención el televisor colocado justo a la altura –ahora– de sus ojos, y se contemplaban en realidad los objetos del sopor, los cubiertos cuyo chirriar sobre la loza despertaba aún algunos estremecimientos, la trágica paz de las digestiones interiores.

-Buenas noches.

Otros, en cambio, a punto de ser recogidos por las dueñas de pensiones y amamantados por los escasos senos de las almohadas del hotel, las sábanas calientes donde quedaban fijados los pesados olores de la soledad, compartían a escondidas el intercambio de miradas, los atentados contra el éter que les encasillaba los alientos en suspiros que no eran nada de por sí, pero que juntos solían levantar alguna partícula que se clavaba en el encantamiento, obligándolos a veces a detenerse en medio de la carrera hacia los trenes, a darse vuelta llamados por un chistido imprevisible que se incrustaba en la niñez de la primaria, haciéndoles sentir un vago malestar, bajar al baño a peinarse u orinar, o sentarse en el Esquel para esperar a alguien, endulzando el café, revolviendo entretanto el agrio café de las esperas sin sentido.

-Buenas noches- volvió a pensar si correspondían buenas noches y se sorprendió consultando a los relojes, algunos marcaban 19.03 y otros 19.05, y no eran ayuda esos desechos de cielo que se filtraban por las bóvedas de la calle Brasil, ese color indefinido que consustanciaba con los estados de ánimo y recordaba entonces, más allá, la barranca donde se divisaba el río acodándose sobre las barandas, y era preciso que se definiera el atardecer para que pudiera comenzarse a hablar, pedir fuego para encender el rojo detrás de los edificios, algo que sólo había visto en ciertos cuadros, y sin embargo estaba seguro que alguna vez atraparía esos momentos, que alguna vez desearía realmente un gran incendio en las paredes que circulaban a la ciudad por el oeste.

De pronto dijo Hola, y en tanto los hombres bajaban a mear bajo el cartel que dice caballeros, y las señoras bajo el cartel de damas, y todos descubrían –no descubrían– que tenían en común eso, bajar, estar llenos de pis, de vejigas, de vacuidades que no sabían explicar con ningún gesto, y que las palabras les venían de afuera como llovizna, se les posaban en la boca antes que ellos –todos– hicieran a tiempo para rechazarlas o aceptarlas, se les superponían como carteles indicadores modificando las situaciones inexcusables, pero sin alterar las ataduras al asfalto o a las baldosas o al césped si cruzaban las plataformas de la calle Brasil hacia la plaza.

Eso podemos hacer, sintió decir. Como los puchos que permanecían tirados al borde de los caminitos hasta que el viento, o en general el barrendero –todo un dios para los puchos– los llevara, o los señores gordos que se resistían a tomar el San Vicente tan temprano con la excusa de fumar un cigarrillo que habría de consumirse y abandonarlos, o de no querer aún cambiar de sudor, de impaciencia, de circuitos gastados de pensamiento donde ya se anunciaba lo que iba a pasar luego, en la casa de la calle Acosta, del otro lado de la puerta donde la madre permanecería firmemente amparada en el desván, sosteniendo los pilares, las paredes, o alguna fuente deteriorada de óxido en las manos. La madre golpearía algunos centímetros más arriba del picaporte y ellos dejarían de besarse, y los dos se asustarían, el muchacho parecido a un personaje de un film de Pasolini porque corresponde que se asuste, pues para ello tenía las cejas juntas negras pobladas predispuestas para el miedo, y por ello, acabaría seguramente por huir, desbarrancarse, por encontrar pese a la ciudad misma algún desfiladero por donde desaparecer, y le pasarían borratinta por la cara inevitablemente.

El otro porque creía en el azar, y sabía de los intercambios repentinos que habrían de suceder –a los que cualquier variación en la disposición de los objetos era capaz de desfigurar, mas levemente–, al tiempo que intuía la omnipresencia de un complicado rito verificando las demarcaciones triviales sobreimpuestas –ya se sabe– por las necesidades del lugar, del tiempo. Habrá de mirar entonces en dirección a los caireles, mientras se aseguraba de la llave, el pantalón tapando el orificio, pensaría en las playas, corriendo desnudos por las dunas cuando empezaba a refrescar y era preciso echarse un toallón a la espalda para protegerse de la arenilla.

Pero esto sucederá después, sin duda alguna, después de haber estado en un chalet del Camino de Cintura, de haber sido zamarreado en un subte, vapuleado, de haber sentido que le gritaban trolo desde los grandes camiones que hacen el camino hacia el Abasto.

A esa hora en Lavalle los taxiboys recorrían la salida de los cines, venidos de todas las provincias, a veces se tocaban los ojos para hacérselos arder, o rutilar, pensando en el precio del amor, en la longitud del sexo, teniendo ganas que les sucedan cosas para contar anécdotas en las disquerías donde solían entrar hombres muy tristes a encerrarse en cabinas de cristal, hombres de gabán negro y mirada afilada, el ruido que crecía como el alquitrán sobre los baches, como el cansancio de las estudiantes secundarias a la hora en que miraban sus relojes de muñeca y toda la pudrición del mundo caía perpendicular sobre sus zapatillas blancas, todo el hartazgo de sus carpetas ordenadas, de sus manchones de cuaderno. Sonreían entonces como señal de cortesía, y se besaban, y se acomodaban los mechones detrás de las orejas antes de entrar en un bar a pedir una Pepsi, a la hora justa en que se largaban las manifestaciones –era otra época– y los estudiantes universitarios salían: Pasión Pasión, y la policía vigilaba los pocos lugares públicos, y los internados se cambiaban de celda, y se salía.

Saldrían ellos, y el día –porque este era un día– se les metería en los ojos, y él sentiría deseos de llorar para que alguien lo abrazara, lo dejara sorber sus axilas olientes, perfumadas, debajo de la camisa de voile que iba a flotar, pero eso era después, en la pieza después de haber desabrochado uno a uno los botones y de haber olido con perspicacia la proximidad de las grandes palabras, huecas y peligrosas. A ellos –a él– les harían mal esos cachos de nube, mientras que los taxiboys de Lavalle y Esmeralda escupían en plena intemperie, no en esa contradanza de pisadas, milperdones y gracias, en medio de la cual él querría tocarle el muslo y en realidad iba a mirar la botamanga de sus Oxford que le tapaban el pie, todo lo que ocultaba aquel que al decir su nombre mentiría, o no tendría memoria, habría olvidado en el tren de llegada los horarios de las identidades sucesivas, no tenía importancia, de todos modos se podía partir, atravesar la multitud entre un rosario de diminutas huellas hacia la casa de la calle Acosta sin la madre. Vamos, se oyó, y de repente vio que el tren se iba, y era importante no dejas escapar un solo tren, no abandonar ningún camino posible, colgarse en los estribos, así como era fácil soltarse muellemente, sin violencia, caer sobre la vía inertemente ya hecho un redondel de trapos viejos, sanguinolentos, sucios. Empezaba la radio demasiado fuerte de la casa de Acosta junto a la estatua de la madre, estatua viva de labios pintados y movibles, de modo de palpar la cercanía, la versatilidad, la existencia de la muerte, y afirmarse en un pie a las escalinatas del vagón suburbano, dejando el cuerpo suelto por sobre el terraplén, para que el chorro de viento caluroso atravesara su transparente soledad, dándose vuelta para despedirse de las multitudes que corrían el tren, a los señores sobre todo que no lo habían alcanzado y que se acomodaban en el kiosko de panchos oteando indolentemente en derredor.

Pseudónimo: MEMPHIS



Trabajo de archivo a cargo de Juan Queiroz



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