En diciembre de 1986 las travestis eligieron dejar las letanías para agarrar las pancartas y en pequeños grupos subidas en remises tomaron la Panamericana rumbo a la capital. La ruta más erótica del mundo llevó en caravana a las embajadoras de Travestilandia a la primera incursión a Plaza de Mayo. Llevaban pancartas, una carta destinada a Raúl Alfonsin y sus cuerpos.
Por Marce Butierrez* y Patricio Simonetto**
Cada noche, apenas caían las luces, el tramo de la Panamericana al norte de la Ciudad de Buenos Aires se convertía en el set de un extraño film donde se sucedían escenas de fantasía, escándalo, terror y persecuciones. Las travestis, llegadas en pequeños grupos, bajan de los remises trayendo el calor y sudor de los barrios obreros del conurbano bonaerense. Venían envueltas en medias de lycra, en jeans ajustados de tiro alto y tops bien escotados. Su carne intervenida de silicona y hormonas exudaba una feminidad revisteril sólo comparable con la de las grandes divas que desde la pantalla grande y las tapas de revistas configuraban el horizonte corporal inalcanzable. Paradas a un lado de la ruta se contoneaban y posaban ante los flashes, como auténticas actrices y modelos, aunque estos no sean más que los faros de los vehículos que pasan a alta velocidad por la autopista. Dispersa a la vera del camino se levantaba cada madrugada una nación silenciosa y sin derechos que hará de la banquina su territorio en disputa. Esto - la revista sensacionalista de editorial Sarmiento- lo bautizará como Travestilandia, una tierra de sexo, fantasía y muerte que entre 1986 y 1989 atrajo las miradas de los medios de comunicación ante las denuncias de la cruenta violencia civil y policial de una democracia que apenas balbuceaba.
La autopista Panamericana se comenzó a construir durante la década de 1940 con el objetivo de unir la Ruta Nacional 9 con el acceso norte de la ciudad, con el proyecto de conectar la ciudad con el norte del país y la famosa carretera que recorría desde Argentina a Alaska la totalidad del continente. Nadie imaginó que sería escenario de una belleza y crueldad inusitada, un escenario en el que la disputa y el erotismo se entremezclaban. Un territorio complejo en el que convivieron diversos personajes, desde las travestis con sus escandalosas figuras hasta el fantasma de un asesino motorizado. Los periodistas se encargaron de teñir progresivamente aquel espacio de una mitología urbana que transformó a la autopista durante aquellos años en territorio de especulaciones y monstruos imaginarios. A veces narrada como “la ruta de la muerte” fue un campo de batalla asfaltado en donde se disputaban los límites sexuales de la nueva Argentina. Allí las prostitutas, los fiolos, la cana, los clientes acalorados, las travestis, los acartonados párrocos y las miradas de lectores y televidentes debatieron sobre SIDA, escándalo, prostitución, homosexualidad, religión y democracia. Un cambalache aggiornado donde la biblia y la silicona compartían escaparates.
En Panamericana, las travestis fueron foco de una violencia despiadada, muchas veces reducida por el morbo periodístico a los detalles escabrosos - como cuantos litros de silicona tenía inyectado un cuerpo desmembrado o las formas de las quemadura de cigarrillos que un cliente violento dibujo sobre el cuerpo de algunas de las chicas - y acompañada por fantásticas crónicas de asesinos seriales. La crónica periodística sobre varones desquiciados y obsesionados con exterminar travestis, mezclados con despectivas cuotas de humor, eludían conectar las muertes con la violencia cotidiana en Panamericana. Con la espectacularización característica de la prensa, la violencia travesti se transformó en una atractiva noticia que inundó las tapas con fotos de cuerpos desgarrados en los que la mofa perpetuaba la violencia aún después de muertas.
Mientras que en general las narrativas del pasado han puesto el acento en la violencia estatal hacia las disidencias sexuales, la permanente violencia de la sociedad civil ha sido poco atendida. Las campañas de odio promulgadas por periodistas a sus lectores morbosos obsesionados con los cuerpos tajeados, los clientes violentos o las atropelladas en la ruta, colaboraron con la desvalorización de las vidas de las chicas que se jugaban la vida todos los días en las banquinas de la ruta. Las travestis eran frecuentemente objeto de burla, de insultos y de una representación mediática jocosa. Las crónicas presentaban (a veces aún lo hacen) escenarios de lo más bizarros: exhibían los cuerpos de las travestis como en un bestiario moderno, aludían a la genitalidad, insistían en el supuesto secreto de su “sexo”; se preguntaban una y mil veces sobre el SIDA, suponiendo que la mayoría de las travestis estarían infectadas y debían ser objeto de control sanitario; se las presenta como sujetos extraños y viciosos, siempre escandalosas y pecaminosas, a punto tal que en una ocasión la visita periodística viene acompañada de un cura que parado entre las travestis predica la salvación espiritual. Paradójicamente, esta creciente visibilidad permitió exponer ante la opinión pública la frecuente persecución, las restricciones de las que fueron objeto y lo lejos que estaba la democracia de arribar a “Travestilandia”.
La zona de Vicente López, Villa Martelli, Munro y Martínez era un escenario de conflicto permanente entre las travestis, las prostitutas, policías y los proxenetas. Un territorio de conflictos que incluyó un amplio repertorio que iba desde el apriete, amenazas, peleas, atropellos, disparos y asesinatos, hasta la destrucción de comisarías o coches de patrullaje. Los periodistas enarbolaron las teorías más descabelladas para explicar los cuerpos que aparecían en la ladera de la ruta: peleas entre travestis, ataques de proxenetas, grupos de ultra-derecha, sectas religiosas, asesinos seriales y llegando al sumun de la burla, acusaban a “bandas organizadas de lesbianas” [1]. Aprovechando la presencia de la prensa, las travestis denunciaron su dificultad para circular por el espacio público, no pudiendo caminar siquiera durante el día para realizar sus actividades cotidianas. Estar frente a una vidriera observando un modelito podía ser causa suficiente para pasar treinta días de encierro, salir a buscar un kilo de bizcochitos para la merienda podía costar una golpiza. Los ocho kilómetros y pico entre General Paz y el Ramal Tigre fueron un sector convulsionado en donde las razzias, los aprietes a mano armada y las corridas ante cada patrullero se cobraron la vida de numerosas travestis, algunas muertas a balazos desde coches que pasaban disparando a mansalva, otras atropelladas tras salir corriendo cada vez que veían llegar un patrullero por los camiones que atravesaban la autopista a toda velocidad. Las travestis arrinconadas en las banquinas, entre los reflectores del patrullero y la monstruosa carretera, corrían como animales aturdidos sobre la cinta asfáltica y sorteaban su vida carril a carril, minuto a minuto. Algunas salían de aquella experiencia con voz para contarla y otras quedaban estampadas en la carrocería de algún vehículo, tendidas en la ruta a la espera de las morbosas lentes fotográficas de algún diario.
Algunos kilómetros más adelante, sobre la misma Ruta 9 altura Tigre, se delineaba otro sector de alta peligrosidad para las travestis. Muchas de ellas residentes en los precarios barrios de la zona organizadas en pequeños grupos llegaban cada noche en remises con quienes tenían coordinados los viajes, ya que les era imposible utilizar el transporte público por temor a ser detenidas y señaladas por su sexualidad.
La violencia sostenida creaba fronteras que restringieron la libre circulación de las travestis. Los ejemplos son interminables: Mary, una travesti entrerriana acompañada por un periodista a su viaje diario a la Panamericana declaró “Yo voy con miedo. No sé si voy a volver a casa, si voy a volver a dormir o si me van a matar (...) Yo trabajo hasta las diez de la noche porque me da miedo” [2]. En aquella zona los crímenes no menguaban en brutalidad, muchas morían en las corridas ante la llegada de los patrulleros atropelladas en la ruta, pero también existían casos en los que las travestis se subían a un auto para nunca regresar. Tras la consumación del sexo los amantes pasajeros disponían a balazos de la vida de las travestis que aparecían tendidas en la banquina. En algunas crónicas también se menciona la hipótesis de un asesino rubio con una cicatriz en el rostro, que a bordo de un auto blanco y negro embiste a las travestis en la ruta, otras versiones mencionan al “cazamariposas”, un asesino conductor de un Falcon que oculto en la oscuridad aprovecha las redadas para llevarse por delante alguna travesti y darse a la fuga.
Los velorios, los calabozos, la ruta, la casa, las reuniones de amigas se volvieron los encuentros obligados en los que el lamento, la bronca y la valentía se entretejieron. Esperar a la próxima cámara de televisión para que filmara el cuerpo de su amiga destrozado, dejó de ser una opción. En la calurosa noche de diciembre tras una redada, un patrullero de la seccional segunda de Martínez atropelló y mató a Fabiola, una travesti paraguaya de 18 años, reiniciando el ritual siniestro: reconocer el cuerpo, dar noticia a los avergonzados familiares, organizar un improvisado sepelio, juntar la plata para un cajón, velar aquella amiga a quien injustamente pondrían bajo una lápida de nombre ajeno. Decidieron actuar para poner fin a ese círculo siniestro. Eligieron dejar las letanías para agarrar las pancartas y en pequeños grupos subidas en remises tomaron la Panamericana rumbo a la capital. La ruta más erótica del mundo, llevó en caravana a las embajadoras de Travestilandia a la primera incursión a Plaza de Mayo. Llevaban pancartas, una carta destinada a Raúl Alfonsín y sus cuerpos.
La mañana del lunes 21 de diciembre de 1986 varios apresurados transeúntes de la city porteña detuvieron su andar para desperezar sus ojos. Una veintena de chicas provocadoramente vestidas se agolparon en el monumento al Gral. Belgrano en plena Plaza de Mayo munidas de pancartas que decían “Queremos tolerancia”, “Basta de abusos” y “Queremos igualdad de derechos”. La peculiar protesta a escasos metros de la Casa Rosada sorprendió a un centenar de hombres y a un grupo de periodistas que se acercaron curiosos por saber de qué se trataba. Muchos no podían creer que aquellas figuras exuberantes fueran las travestis de la Panamericana. Se escaparon piropos, silbidos y suspiros mientras las travestis contaban la violencia de la que eran objeto, mostrando los golpes y cicatrices de las diversas batallas en las que se habían trenzado con la policía, con algún cafisho o cliente. Una de ellas se quitó la blusa y exhibió los pechos llenos de hematomas producto de una golpiza policial. Los flashes de las cámaras y las miradas enloquecidas no sabían si capturar el momento o agachar la cabeza, avergonzados. Esos cuerpos sistemáticamente violentados ponían en duda la endeble democracia que al parecer no lograba cruzar General Paz.
Aunque la intención era llegar a la Casa Rosada y dejarle al presidente Alfonsín o a su Ministro del Interior, Antonio Tróccoli, un petitorio donde detallaban sus demandas también había miedo. Algunas expresaban temor de entrar a la casa de gobierno y en vez de salir triunfantes terminar detenidas. Quizás por intuición, se apropiaron rápidamente del discurso de la democracia, expusieron en sus caras que para ellas el largo terror que el gobierno prometía dejar atrás era cosa de todo los días. Las que tomaron la palabra se ocuparon de dejar en claro a la prensa lo que ellas buscaban con aquella manifestación: que la policía deje de amedrentarlas, poder salir de sus casas con la seguridad de un pronto regreso, que no mueran más compañeras, que se haga justicia por sus muertas y que la democracia no les de vuelta la espalda. Muchas se acordaron de las ausentes y en especial de la jovencita paraguaya recientemente asesinada por la policía de Martínez.
Las notas periodísticas reflejan la perplejidad que aquella protesta causaba, la dificultad y las resistencia a ponerle nombre al incipiente movimiento. Con su erotismo voluptuoso y el talento indiscutido para captar la atención escandalosamente, las travestis tensionan los lenguajes políticos de la protesta democrática. No eran los sindicatos de Ubaldini, los cuerpos sudorosos masculinos de overol que asediaban al gobierno alfonsinista, tampoco las familias de las víctimas del terrorismo de Estado aún maltratadas por el Estado argentino. Aunque tenían en claro las palabras con las que debían interpelar al público, los cuerpos siliconados travestis, con sus cortas minifaldas y sus tetas al viento no encajaban con la expectativas del sujeto universal de la protesta. Eran un gremio sensual y glamoroso que exigía poder trabajar sin que la policía las mate, que las traten como seres humanos, que con cada embestida sobre Panamericana no se les muriera un derecho. El aluvión travesti le puso cuerpo a las historias cruentas de la Panamericana para sacarlas de la columna amarillista policial. Aunque no faltaron las burlas, los enunciados con doble sentido, los datos de color innecesariamente colados en cada párrafo, las desbocadas hipótesis y las malintencionadas humoradas; aquel diciembre del 86’ desencadenó gran interés en la prensa y la noticia invadió revistas y periódicos durante varios meses.
El desembarco de las travestis en Plaza de Mayo fue el primer ensayo de un movimiento que en las siguientes década se transformaría en un espacio de acción política complejo que se vincularía con un amplio arco de movimientos sociales. Ni madres, ni trabajadoras, las travestis encarnaron una demanda con contornos nuevos y fueron construyendo una forma de reclamar teñida de escándalo, de brillos y de erotismo. Desplegaron su imagen en manifestaciones y pancartas, pero también en las páginas de las revistas. Poco a poco fueron quebrando los límites de las páginas de espectáculos y policiales donde siempre quedaban opacadas por el morbo y los flashes, para desplegar un discurso político, para reclamar derechos, para exponer a las instituciones represivas que permanecieron incólumes ante la democracia y para mostrar que más allá de la silicona y el sexo existían seres humanos.
Bajo el liderazgo de Mónica ”La Canciller” Ramos, sindicada como la organizadora de la primera marcha, se fueron organizando cerca de 200 travestis de Tigre y alrededores motivadas por la posibilidad de agremiarse e incluso llevar su reclamo a Saúl Ubaldini, el carismático secretario general de la CGT (Confederación General del Trabajo). Durante 1987 la manifestación ocupó también las veredas del Congreso Nacional. Las manifestaciones lograron hacer visibles los crímenes producidos en Panamericana, pero no ponerle fin. Por el contrario la violencia policial se volvió contra ellas con más fuerza para amedrentarlas y hacerlas callar. En las páginas de la revista El Porteño Gaby, una travesti venida de Tucumán cuenta cómo al detenerlas la policía se les burla diciéndoles “Anda a quejarte a las revistas, ahora. Andá a quejarte al congreso”. Deborah Singer, una reconocida travesti y vedette utilizó las páginas de las revistas que la requerían para narrar su trayectoria artística, para exhibir la situación que ella y sus compañeras vivían en la ruta y las comisarías. Muchas de las travestis que encarnaron las denuncias durante aquellos años terminaron exiliándose algún tiempo en el exterior. Algunas, como “La Canciller”, al regresar encontraron a la muerte esperándolas en la Panamericana.
Mucho antes de la constitución formal de las primeras organizaciones, estas incursiones políticas delinearon el piso de los reclamos y constituyeron un sentido respecto a “lo colectivo”. Las muertes en Panamericana empezaron a ser objeto de una sistematización, de un cuidadoso conteo en donde las travestis lograron reconstruir las historias y pormenorizar los detalles, para construir un lenguaje que trascendió la experiencia particular y que pudo dar cuenta ante la sociedad del trasfondo que hasta entonces no se contaba desde los diarios. Ese lenguaje fue nutriéndose y dialogando con el contexto social, a veces desde su característico desparpajo e irreverencia y otras desde una escenificada y meticulosa formalidad. Las habitantes de Travestilandia pudieron señalar las fronteras de su precaria patria, denunciar la sistematicidad de las prácticas con que las castigaban, insinuar los poderosos intereses comprometidos en silenciarlas, desmentir a los funcionarios de gobierno y discutir sin temor con periodistas, intendentes y comisarios. La aventura del 86’ fue un paso decisivo del camino tumultuoso y siempre escandaloso por construir una política travesti en común.
*Marce Butierrez es activista travesti, antropóloga e investigadorx feminista queer. Becaria de la Universidad Nacional de Salta. Actualmente integra la Red Universitaria por el Derecho al Aborto (RUDA) y la Colectiva de Disidencias Sexogeneropolíticas de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Sus investigaciones giran en torno a las experiencias de las personas trans y travestis de regiones no metropolitanas, desde una perspectiva sobre las movilidades, las prácticas espaciales y el cruce entre geografía y sexualidad.
**Patricio Simonetto es Doctor en Ciencias Sociales y Humanas. Investigador post-doctoral Marie Skłodowska-Curie en el Institute of the Americas - University College London. Su investigación recibió financiamiento de la Unión Europea a través de su programa Horizon 2020 de investigación e innovación con la beca Marie-Sklodowka Curie 886496. Simonetto se especializa en la historia social y cultural de la sexualidad en América Latina. Es autor de Entre la injuria y la revolución. El Frente de Liberación Homosexual en la Argentina (UNQ, 2017) y El dinero no es todo. La compra y venta de sexo en la Argentina del siglo XX (Biblos, 2019). Su investigación actual se concentra en las técnicas, conocimientos y tecnologías de encarnación cis y trans en la Argentina del siglo XX.
Notas al pie
[1] Crónica, 24/9/1989.
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Cómo citar este trabajo:
Butierrez, Marce y Simonetto, Patricio, "Las embajadoras de Travestilandia".
Moléculas Malucas - Noviembre de 2020.
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